Atreverse

“No esperes a que sea el Padre,

quien maniobre tu barca”»

¿Para qué necesita regresar…

quien no se atreve a salir?

Dirigido a Israel, su hermano.

La tormenta arreciaba…

nuestro barco se movía de un lado a otro a punto de naufragar,

el rugido del viento sobre las aguas

y el reflejo terrible de los rayos nos mantenían asustados,

aferrados unos al timón, otros a las redes

y los otros a cualquier asidero,

lo suficientemente fuerte para impedir

que la violencia del movimiento

nos lanzara a las aguas enfurecidas.

Los ojos de todos ustedes

se dirigían alternadamente al mar y a mí,

como esperando del mar una señal de pacificación

y de mí un milagro,

pero yo sólo los miraba y sonreía.

Luego de un tiempo de zozobra, la furia del viento amainó

y las aguas se calmaron poco a poco.

Un último embate del viento

arrancó de las musculosas manos del gigantesco Zebedeo

las redes llenas de la pesca de esa mañana.

Él las había sostenido durante la tormenta con todas las fuerzas

y ahora con una expresión de tristeza y rabia

que casi todos compartían,

veía cómo se perdía el esfuerzo de todo un día.

Entonces bajé de la barca

y asiendo la cuerda que cerraba las redes,

las acerqué y las até a la barra de redes.

Subí a ella nuevamente

bajo la mirada atónita de todos ustedes,

que de pronto habían callado

y así en silencio, regresamos a la orilla.

Cada uno pensaba en lo que había pasado,

pero ninguno se atrevía a preguntar nada.

Aquella noche nos reunimos en la playa como siempre,

las mujeres habían preparado la comida

y como siempre nos sentamos todos los amigos,

todos los hermanos y hermanas

alrededor de la hoguera que mi madre mantenía encendida.

Sabía que ustedes querían una respuesta

y las hermanas notaban su silencio.

La brisa soplaba fuertemente,

pero ni el bramido de las olas,

ni el rugido del trueno lejano,

quebrantaban el silencio de aquel grupo frente a la hoguera.

La más joven de las discípulas,

llena de la curiosidad y la simpleza

que sus años juveniles le prestaban,

rompió aquel silencio

y formuló la pregunta que nadie quería hacer.

¿Por qué este silencio Maestro?

¿Qué ocurre que esta noche ninguna voz se alza pidiendo Luz?

El más joven de ustedes, ya incapaz de mantener su silencio,

relató los hechos de aquel día.

Las mujeres se maravillaron profundamente,

agradecieron al Padre el que estuviéramos seguros

y juntos aquella noche.

Pero no era suficiente y comenzaron a preguntar.

Estaban llenos de dudas y algo enfadados,

aunque ninguno quería reconocerlo.

Te levantaste mi buen Israel y sin mirarme a los ojos,

con respeto y frialdad preguntaste:

¿Por qué cuando estábamos a punto de morir en la tormenta

y la barca ya casi no resistía,

tú no hiciste nada para ayudarnos,

pues sabemos que puedes hacerlo,

pues te hemos visto hacerlo en otras situaciones,

pero después de que el peligro había pasado,

trajiste de regreso las redes?

¿Era acaso más importante la pesca de este día,

que el peligro para nuestras vidas?

Diecinueve miradas se fijaron en mí, y yo sonreí.

¿Por qué no hablaron antes?

¿Por qué pasar todo este día de dudas,

antes de pedir una respuesta?

Queridos hermanos:

Una vez un hombre muy rico,

arrepentido de haber acumulado tal cantidad de riquezas,

decidió comenzar a ayudar a todo aquel que lo necesitara

y para esto montó a caballo, salió a recorrer la ciudad

y donde veía a alguien necesitado

o de apariencia pobre o débil, se detenía

y le entregaba una generosa suma para aliviar sus males.

Esto se repitió tantos días, que al cabo de un tiempo

la noticia de su generosidad se extendió a las ciudades cercanas

y los menesterosos, los enfermos y algunos inescrupulosos

se acercaban pobremente vestidos

para que el buen hombre los auxiliara.

Era tal la necesidad de dar ayuda del hombre,

que pronto comenzó a aventurarse por parajes cada vez más alejados

e inseguros en busca de gente a quien ayudar.

Y en una de estas salidas,

un grupo de bandidos encabezados por uno de aquellos pobres

que él había auxiliado,

—y que con aquel dinero—

había comprado armas para crear un grupo de ladrones,

le alcanzó y derribándolo de un golpe le dio muerte,

llevándose el baúl de las limosnas con él.

Luego de la muerte del buen hombre,

los pobres que ya no recibían la ayuda

se sintieron muy desgraciados,

pues se habían acostumbrado a vivir de aquella ayuda

y muchos de ellos se habían convertido

en holgazanes dispendiosos,

que sólo se levantaban de sus lechos para recibir la limosna.

Ya no querían los pobres hacer oficios

que las personas les encargaban por algunas monedas.

Ya las mujeres pobres no querían lavar las ropas en el río,

pues con aquel dinero seguro,

no necesitaban trabajar para las señoras de las casas pudientes.

Y los niños pobres

dejaron de hacer sus juguetes con troncos y piedras…

pues preferían comprar los que hacían los carpinteros.

Pasó mucho tiempo

antes de que volvieran a trabajar y a amar su trabajo,

pero esta vez sumaron al dolor de su pobreza

un sentimiento de despojo,

pues por un tiempo habían sido “dichosos”

y ahora volvían a ser “desgraciados”.

Y es que la misericordia del Padre,

sólo se manifiesta cuando sea menester de ella,

mas si creemos que podemos o que debemos

vivir únicamente de la misericordia del Padre,

sin hacer nada para ayudarnos a nosotros mismos,

ni intentar siquiera hallar en nuestra propia debilidad

la fuerza para continuar…

y en nuestra propia ignorancia la necesidad de la sabiduría…

y en nuestra propia enfermedad la idea de la curación…

entonces,

sólo viviremos a la espera de “milagros”

que terminarán convirtiéndose en armas contra nosotros mismos,

pues nos detendremos en el camino de regreso al Padre,

por tanto:

¿Para qué necesita regresar quien no se atreve a salir…

Ya que no siente la necesidad de buscar?

Hermanos, la vida de cada uno es de por sí un milagro

y no debemos esperar hechos portentosos

que cambien nuestra existencia.

No podemos en la noche

rogar por un milagro que encienda nuestra hoguera.

Debemos salir a buscar leños,

paja seca y yesca para encenderlo.

Si no tuviéramos que encender nuestro fuego

no seria tan importante, no lo valoraríamos.

Si en nuestra vida no tuviéramos que luchar por conseguir,

por continuar, por seguir en la senda que escogimos…

Entonces no tendría sentido el haber recibido el don de vivir

y el del entendimiento.

¿Para qué buscaríamos la sabiduría y el amor?…

sin valorar el don que se nos ha dado de simbolizar en este ser único

y forjar con nuestras propias manos los milagros necesarios

para que esa vida encarnada tenga un sentido,

y alcance por decisión propia y a plena conciencia

el próximo paso en su camino de regreso a La Luz.

¿Creen acaso que el Padre no ama y valora

a todos y cada uno de sus hijos?

Su amor es infinito y universal…

y todos los días muchos vuelven a Él.

¿ Esto acaso significa que Él no los ame ?

La vida es hermosa pero finita

y debe dársele el valor que ella tiene,

como esas raras flores

que crecen en el desierto después de la lluvia…

son hermosas, impregnan el aire con su aroma,

pero su esplendor dura apenas unas horas.

No Israel,

no esperes a que sea el Padre,

quien maniobre tu barca.

Llévala tú a buen puerto con tu fe,

con tu amor y tu sabiduría…

pero aquiétate,

pues siempre cuando realmente lo necesites,

Él guiará tu barca a través de la tormenta,

dará fuerza a tu brazo, sanidad a tu cuerpo y paz a tu alma.

Pues tu vida es un milagro en sí misma

y siendo tú un milagro…

tú puedes construir con tus propias manos

los milagros que sean necesarios

para llevar a tu mundo el don de Su Luz.

Te quiere, tu hermano

Emmanuel

La inteligencia ayuda a comprender la vida.

La sabiduría, a vivirla.

José Narosky

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